sábado, 21 de junio de 2008

Miénteme, dime que me odias


Tan grande como el amor al celuloide puede ser la animadversión que sientan dos personas dedicadas al cine. Si a las lógicas fricciones producidas en un ámbito laboral añades unos egos desproporcionados, obtienes siempre el mismo resultado: se puede contar una historia de odio por cada estrella de Sunset Boulevard.

Entre un actor y un director se establece una relación dominada por la servidumbre y el despotismo. El primero accede a ser instrumento del segundo hasta que alumbra sus propias ideas artísticas. Entonces pueden ocurrir dos cosas: que el director escuche al actor e incluso tome en consideración sus aportaciones; o bien, que el realizador las ignore. Durante el rodaje de El infierno a Tejas  Dennis Hopper poseía sus propias ideas, contrarias a las del director, Henry Hattaway. Al protagonista de Easy Rider su osadía librepensadora le costó cara: hasta 87 veces le obligó a repetir una escena en la que tenía una sola frase. Hundido en la desesperación Hopper le preguntó cómo quería que hiciese esa toma, la hizo y se marchó. “¡No volverás a trabajar en el cine, hijo de perra!” le gritó Hattaway a modo de despedida.    

Otros que no volverán a tomarse un café juntos son Lars Von Trier y Bjork. Su trabajo en Bailar en la oscuridad le mereció a la cantante islandesa aclamaciones y el premio de Cannes. Y, sin embargo, la experiencia dogmática fue su primera y última como actriz. En dicha decisión algo tuvo que ver un rodaje descrito por la actriz como el enfrentamiento entre Napoleón y Pippi Calzaslargas.  ¿Es Lars Von Trier un auténtico tirano o sólo empleó un truco para conseguir de su actriz el dolor necesario para el personaje?

Pedro Almodóvar podría responder a esta pregunta a juzgar por la opinión de actores que han trabajado con él y han comparado sus rodajes con infiernos, creativos sí, pero infiernos. Hasta Mujeres al borde de un ataque de nervios la relación entre el director manchego y Carmen Maura era de todo menos infernal: su admiración mutua se plasmó en 6 películas, entre las que se cuenta lo mejor de la obra de Almodóvar. Con aquella película se rompe la compenetración, y como ocurre siempre después del amor, el director y su ex-musa se dedicaron a lanzarse reproches dignos de un bolero de Chavela Vargas. Tuvo que pasar más de una década para que firmasen el armisticio en forma de película.

A veces la acrimonia no está reñida con el entendimiento artístico, e incluso puede favorecer a la calidad de la película. El documental Mi enemigo íntimo nos revela escenas en las que Klaus Kinski habla con las vísceras y su director, Werner Herzog, no se queda atrás en el manejo de la bilis. A pesar del profundo odio que parece dominar al actor rubio en más de una ocasión, bien es cierto que aceptó trabajar a las órdenes de Herzog en cinco películas. A ratos el director odiaba tanto al actor como para que los indígenas que aparecen en Aguirre, la cólera de Dios se ofreciesen para matar a Kinski; y, acto seguido, el odio devenía en admiración. No obstante, es casi imposible imaginarse estas películas con otro actor.

“Basta una gota de miedo para que el amor se convierta en odio” dijo James Cain, el autor de las novelas que inspiraron dos joyas del cine negro como Perdición y El cartero siempre llama dos veces. Y Cain sabía de lo que hablaba: odiaba el cine, despreciaba lo que en más de una ocasión le dio de comer. Cuando Hollywood compró su novela Doble indemnización, el encargado del guión fue otro escritor de género policiaco: Raymond Chandler. A diferencia de su colega, éste no aborrecía el cine, sólo a la gente que trabajaba en él. Chandler y Cain no se soportaron nunca y sólo compartieron la dipsomanía y el odio por Billy Wilder, quien, por cierto, les correspondió. Muchos años después de trabajar con Marilyn Monroe, el genio austriaco diría Existen más libros sobre Marilyn Monroe que sobre la Segunda Guerra Mundial. Hay una cierta semejanza entre las dos: era el infierno, pero valía la pena “. A Wilder de la estrella rubia le crispaba todo: era impuntual por sistema, incapaz de memorizar un guión y, además, tan insegura que tras cada toma miraba antes a su profesora de Arte Dramático que al director. 

El deseo insaciable de bienes ajenos conduce invariablemente a la envidia, y de este pecado capital al odio hay pocas paradas. Pero en el  políticamente correcto mundo del cine el odio no existe, sí las “diferencias artísticas”. Esas que justifican, según González Iñárritu, que Babel fuese la última colaboración con el guionista de sus anteriores películas. Otros dirán que llevarse los laureles a medias seduce menos que la gloria unipersonal. Soberbia, envidia… Pecados capitales sin los que el cine, más que fábrica de sueños, sería un somnífero letal.    

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